Cuando las revoluciones simbólicas tienen éxito, quedan incorporadas a nuestra manera de mirar el mundo. Hoy en día, las pinturas de Manet ya no sorprenden… Forman parte del giro que experimentó el arte a finales del siglo XIX. Desde nuestra perspectiva, sólo son el inicio de la modernidad pictórica. Pero, para aquella época, fueron todo un escándalo…

Édouard Manet y el mundo de la pintura

Édouard Manet no era un pintor al uso, aunque en ocasiones hubiese deseado serlo. A diferencia de muchos artistas que lidiaban con la pobreza, él provenía de una familia adinerada, que residía en uno de los barrios más prestigiosos de París. Su madre estaba emparentada con la realeza sueca y su padre era un juez notorio que esperaba que su hijo siguiera sus pasos.

Sin embargo, el destino parecía tener otros planes. Tras haber suspendido dos veces el examen para enrolarse en la Marina francesa, Édouard decidió cambiar radicalmente de rumbo. Adentrarse en el camino del arte, de la mano del pintor academicista Thomas Couture, que –entre los años 1850 y 1856- se convirtió en su mentor.

Sus biógrafos cuentan que Manet fue un alumno aplicado, con talento innato y ganas de innovar. Complementaba sus clases con largas estancias en el Museo del Louvre, donde se dedicaba a copiar las grandes obras de los antiguos maestros. Y, cuando el Louvre se le quedó pequeño, emprendió un viaje por Europa, buscando otras maneras de ver.

Durante sus periplos, descubrió maravillas custodiadas en pinacotecas de Holanda, Italia y España que recordaría durante el resto de su vida. El uso de la luz en los retratos de Frans Hals, la dignidad de los humildes en las pinturas de Velázquez, la fuerza terrible de las composiciones de Goya… 

Édouard Manet: La ejecución del emperador Maximiliano (1868-69) óleo sobre lienzo, Kunsthalle Mannheim./ Francisco de Goya: El tres de mayo (1814) óleo sobre lienzo, Museo del Prado, Madrid.

Édouard Manet: La ejecución del emperador Maximiliano (1868-69) óleo sobre lienzo, Kunsthalle Mannheim./ Francisco de Goya: El tres de mayo (1814) óleo sobre lienzo, Museo del Prado, Madrid.

Las contradicciones de París

Ante todo, descubrió que vivía en un contexto lleno de contradicciones. París (la ciudad que le había visto nacer) estaba dejando atrás su pasado medieval para convertirse en la moderna capital de una Francia en plena revolución industrial. Una metrópolis iluminada por los nuevos avances tecnológicos y contaminada por el ruido mecánico del ferrocarril. 

Un lugar regido por la cinética, la lucha de clases y la fugacidad de la moda. De avenidas amplias y tráfico incesante, que mezclaba -sin contemplaciones y sin solución de continuidad- a mendigos y prostitutas con miembros de la aristocracia y de la burguesía emergente. 

Un París cambiante, frenético y desgarrador.  La casa de todos y el hogar de nadie, carente de espacio para la pausa, la imaginación o el deleite.  Un mundo insólito, animado por el espíritu del progreso que exigía una nueva estética. Un arte capaz de descifrarlo y – quizás – de redimirlo, ante el advenimiento de la Modernidad.

Manet comprendió esta creciente necesidad y quiso ser aquel artista heroico que Charles Baudelaire reclamaba. Alguien capaz de mirar el tiempo propio –con sus incongruencias y sus desgracias- para encontrar belleza en lo trivial.

Édouard Manet: La música en las Tullerías (1862) óleo sobre lienzo, National Gallery de Londres.

Édouard Manet: La música en las Tullerías (1862) óleo sobre lienzo, National Gallery de Londres.

Las flores del mal y la mirada moderna de Manet

Convencido de sus posibilidades y recibiendo ayuda económica de su familia, abrió su propio taller. En 1959 presentó una de sus obras más emblemáticas al Salón de París, la gran institución del arte de la época: El bebedor de absenta. Un cuadro inspirado por un poema contenido en Las flores del mal de Baudelaire, que presentaba a un borracho de manera sublime:

 

“Frecuentemente, al claro fulgor de un reverbero

Del cual bate el viento la llama y atormenta el vidrio,

En el corazón de un antiguo arrabal, laberinto fangoso

Donde la humanidad bulle en fermentos tempestuosos,

 

Se ve un trapero que llega, meneando la cabeza,

Tropezando, y arrimándose a los muros como un poeta,

Y, sin cuidarse de los polizontes, sus sombras negras

Expande todo su corazón en gloriosos proyectos.”

Édouard Manet: El bebedor de absenta (1859) óleo sobre lienzo, Ny Carlsberg Glyptotek, Copenhague./ Frontispicio de la primera edición de Las flores del mal de Baudelaire (1857) con anotaciones del autor./ Diego Velázquez: Esopo (1639-40) óleo sobre lienzo, Museo del Prado, Madrid.

Édouard Manet: El bebedor de absenta (1859) óleo sobre lienzo, Ny Carlsberg Glyptotek, Copenhague./ Frontispicio de la primera edición de Las flores del mal de Baudelaire (1857) con anotaciones del autor./ Diego Velázquez: Esopo (1639-40) óleo sobre lienzo, Museo del Prado, Madrid.

El jurado quedó desconcertado. Manet había retratado a un trapero alcohólico llamado Collardet con la misma dignidad empleada por Velázquez al imaginar a Esopo, el emblemático narrador de fábulas de la antigüedad griega. Ilustrando un libro censurado por atentar contra la moral, nada menos. Y encima, saltándose las reglas clásicas sobre la armonía y la proporción. Los miembros del Salón rechazaron la obra casi por unanimidad, alegando que era “demasiado abocetada”.

Manet y el giro de la pintura

Irónicamente, tenían razón: lo era. Pero lo que todavía no entendían es que justamente esa había sido la intención. Porque la aparición de la fotografía había liberado a la pintura de la obligación de ser mimética. 

Los artistas ya no necesitaban reflejar el mundo tal y como se veía o como la Academia pretendía que debía verse. Podían, por fin, representarlo tal y como era. O, mejor dicho, tal y como lo vivían. Desde la luz abrupta de un presente que traía consigo nuevas formas de pobreza, de soledad y de misterio.

Podían atreverse a presentar temas cotidianos a gran escala. Utilizando el formato que había estado reservado para los cuadros de historia. Y mucho más que eso: reflexionar sobre las limitaciones y posibilidades de la pintura desde la propia pintura. Haciendo evidente la materialidad del lienzo. Los grandes ejes verticales y horizontales que componen la trama del tejido. La superficie irremediablemente plana de la tela. El carácter fantasmal de un espacio bidimensional que requiere una mirada externa para llegar a ser completo.

La negativa del Salón de París

Manet era plenamente consciente de esta particular poesía contenida en el objeto pictórico. De las nuevas vías que se abrían para el arte. Durante toda su vida, instó a los miembros del Salón a que las exploraran con él. Pero éstos estaban demasiado preocupados por las reglas clásicas y por el corsé de la apariencia como para reparar en el valor de su propuesta. En palabras de Baudelaire: 

Además de los imaginativos y los así llamados realistas, hay todavía una clase de hombres, tímidos y obedientes, que ponen todo su orgullo en obedecer un código de falsa dignidad. Mientras éstos creen representar la naturaleza y aquéllos quieren pintar su alma, otros se atienden a reglas de pura convención, del todo arbitrarias, no extraídas del alma humana y simplemente impuestas por la rutina de un taller célebre.

Sin embargo, esta “clase tan numerosa, pero tan poco interesante” era la que marcaba las pautas de lo que se consideraba buen gusto en la época. Con ella en contra, Manet no alcanzó el beneplácito institucional hasta 1881 (sólo dos años antes de morir) cuando su amigo Antonin Proust, que ostentaba el cargo de ministro de Bellas Artes, consiguió que fuera nombrado Caballero de la Legión de Honor.

El grial profano de las Vanguardias

No obstante, jamás estuvo solo. Siempre hubo personas que reconocieron la importancia de su trabajo y la audacia de su visión… Pintores como Eugène Delacroix y escritores como Émile Zola. Y, ante todo, un grupo de intrépidos artistas que la crítica había etiquetado como “impresionistas” que lo proclamaron líder de la revolución estética de la Modernidad. 

Quizás mejor que nadie, éstos supieron intuir en el vaso que acompaña al Bebedor de absenta una especie de “grial profano” que nutriría las Vanguardias del siglo venidero. Y en Manet, a un héroe tan contradictorio como París que, quizás por ello, fue capaz de encontrar un nuevo rumbo para la pintura.

 

Henri Fantin-Latour: Un atelier aux Batignolles (1870) Musée d’Orsay, Paris.

Henri Fantin-Latour: Un atelier aux Batignolles (1870) Musée d’Orsay, Paris. El cuadro muestra a Manet pintando un retrato en su estudio, rodeado de artistas que admiran su trabajo. Éstos se han identificado como: Zacharie Astruc, Otto Scholderer, Auguste Renoir, Emile Zola, Edmond Maître, Federico Bazille y Claude Monet.

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