La metamorfosis de Narciso es uno de los cuadros más famosos del pintor surrealista Salvador Dalí. También es uno de los mejores exponentes del método paranoico-crítico que el artista catalán desarrolló, basándose en las teorías de Sigmund Freud.

Es una interpretación original de una antigua leyenda grecolatina, un sueño plasmado sobre lienzo y un juego de espejos, ya que Dalí se refleja a sí mismo en una historia que habla del amor al propio reflejo.

Salvador Dalí: La Metamorfosis de Narciso  (1937) óleo sobre lienzo , Tate Modern, Londres.

Salvador Dalí: La Metamorfosis de Narciso  (1937) óleo sobre lienzo , Tate Modern, Londres.

La metamorfosis de Narciso es una obra compleja y hermética que integra elementos dispares, aparentemente irreconciliables, que parecen no guardar más relación entre ellos que la escondida en el subconsciente de su creador. Por ello, constituye un ejemplo elocuente del método paranoico-crítico propuesto por el pintor, que él mismo describió como:

un método espontáneo de conocimiento irracional basado en la objetividad crítica y sistemática de las asociaciones e interpretaciones de fenómenos delirantes

A pesar de la enorme dificultad, distintos estudiosos han intentando descifrar los sentidos ocultos en esta escena, encontrando claves en los escritos autobiográficos de Dalí.

El mito de Narciso

Cuenta una antigua leyenda recogida por el poeta latino Ovidio en sus Metamorfosis, que Narciso era un joven tan bello que prendaba a todo el mundo a su paso, pero que despreciaba el amor. Sus rechazados pretendientes lo maldijeron. Los dioses decidieron castigarlo, haciéndolo caer presa de una pasión terrible: la fascinación por el propio reflejo.

Hallándose un día de caza en las profundidades de un bosque, Narciso encontró un pequeño claro de agua. Aquí se paró a descansar y a dejarse atrapar por su dramático destino: enamorarse de sí mismo.

Tras repetidos intentos de abrazar su reflejo, el muchacho acabó reconociendo la tragedia que protagonizaba: adorar una ilusión creada por el agua, con la que nunca podría llegar a tener una interacción amorosa. Sin embargo, incapaz de apartar la mirada del objeto de su deseo, se dejó morir al lado de su imagen. Su cuerpo, consumido por esta pasión inefable, fue transformado en la flor que lleva su nombre: el Narciso.

Una representación original

Esta inquietante leyenda ha conocido numerosas representaciones pictóricas a lo largo de toda la Historia del arte. La gran mayoría de éstas inciden en el momento en que Narciso se topa con su reflejo, quedando absorto por él. No obstante, Dalí -en su originalidad- decide abordar otro aspecto, igualmente crucial.

El pintor surrealista plasma la acción del mito y no tanto su desencadenante. Es decir, hace visible el proceso de transformación que el joven experimenta. El antes y el después de la metamorfosis. Describe el desdoblamiento de Narciso no como una superposición de la realidad frente a su apariencia intangible, sino como dos momentos consecutivos de una misma historia.

De hecho, el personaje principal del cuadro no es el bello Narciso, que sólo aparece retratado bajo la forma genérica de un maniquí articulado. El personaje es principal la transición misma. El paso de un estado fantasmagórico (nublado por un deseo imposible) a un estado de integración en el entorno circundante (coronado por su transformación en flor).

Un paisaje erótico

Dalí empezó a pintar este cuadro en 1937, mientras se encontraba en Zürs, una pequeña localidad de los Alpes de Austria. Por eso llama la atención que el paisaje de fondo recuerde tanto a la orografía del Cap de Creus (Cadaqués). El lugar de las vacaciones de su adolescencia, donde entró en contacto por primera vez con la pintura contemporánea, de la mano de Ramón Pichot.

Un paisaje irreal, fruto de la erosión del tiempo y del recuerdo, siempre presente en la mente del artista:

“Éste es el lugar que toda mi vida he adorado con fidelidad fanática […] pues en el curso de mis soledades errantes, esas siluetas de rocas y esos destellos de luz, adheridos a la substancia estética del paisaje, eran los únicos protagonistas sobre cuya impasibilidad mineral, día tras día, proyectaba toda la tensión acumulada y crónicamente insatisfecha de mi vida erótica y sentimental […] Mis veraneos eran totalmente empleados en mi cuerpo, en mí mismo y en el paisaje, y era el paisaje lo que más me gustaba.”[1]

Un paisaje vivido hasta la identificación con el propio ser, sobre el que el artista proyecta su amor erótico, de la misma manera en que Narciso lo hace con su propia imagen. Un entorno que se metamorfosea en la misma medida que el héroe trágico, pasando de una forma difusa y espectral, a otra clara y definida.

Los personajes del segundo plano

Intentando descifrar esta pintura, los estudiosos han propuesto numerosos sentidos para las figuras ubicadas en segundo plano, relacionándolas con la biografía del pintor. Con recuerdos mezclados y con experiencias traumáticas, que emergerían en esta obra disfrazadas bajo connotaciones obscuras.

Por ejemplo, la langosta y el grupo de siluetas del fondo se han interpretado como elementos negativos, alusivos a la figura de un padre autoritario y a una sociedad heterosexual que juzga y recrimina cualquier tipo de erotismo diferente al tradicional.

Así mismo, la estatua de mármol dispuesta sobre un tablero de ajedrez se considera una referencia al conflicto familiar ocurrido tras la muerte de la madre de Salvador Dalí.

Por último, se piensa que el perro ubicado a la derecha de Narciso podría sugerir la dolorosa memoria de Federico García Lorca, que había sido ejecutado por el bando sublevado al inicio de la Guerra Civil Española. Un amigo perdido que volvería en la forma de un perro andaluz al lado del héroe daliniano transformado en flor.

Un juego transformador

Estas interpretaciones no están del todo claras y en la actualidad seguimos en el empeño de hallar significados novedosos para cualquier pequeño elemento del cuadro. Por otro lado, no extraña que esta búsqueda continúe, puesto que el mismo Dalí ya planteó esta composición como una especie de juego enigmático a la hora de crearla. No en balde le dedicó un poema y no en vano la escogió para mostrársela a Sigmund Freud, durante la visita con la que el psicoanalista le obsequió en 1938.

Porque el artista catalán había engendrado una obra maestra, digna de ser contemplada con suma atención. Un juego bello, loco y transformador, donde la mano de piedra del reflejo de Narciso nos sumerge hasta las profundidades de los sueños de Dalí para permitirnos emerger, tras la metamorfosis, habiendo integrado la propia sombra.

 

[1] Dalí, S. (1942) La vida secreta de Salvador Dalí, Buenos Aires: DASA, pp.134-135.

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