Las hilanderas o La fábula de Aracne es una de las obras más famosas de Diego Velázquez. Un cuadro que el genial artista creó para Pedro de Arce, montero de Felipe IV, que disfrutaba de los favores del rey. Un lienzo ligado a la historia del Museo del Prado, donde actualmente se ubica.

Una pintura que habla de la incesante labor de las mujeres empleadas en la fábrica de tapices de Santa Isabel de Madrid. Importante porque –de alguna manera- consigue democratizar el enfoque de la pintura, tal y como comentábamos en un artículo anterior.

Durante mucho tiempo se ha dado por hecho que las hilanderas eran el único tema del cuadro. Sólo durante el siglo XX, tras miradas más atentas y esforzadas investigaciones, se ha llegado a la conclusión de que en esta obra, Velázquez representa algo más. Una historia mitológica: la fábula de Aracne.

Diego Velázquez: La fábula de Aracne o Las hilanderas (c.1657), óleo sobre lienzo, Museo del Prado, Madrid.

Diego Velázquez: La fábula de Aracne o Las hilanderas (c.1657), óleo sobre lienzo, Museo del Prado, Madrid.

Las hilanderas de Velázquez y la fábula de Aracne de Ovidio

La fábula de Aracne es uno de los mitos que el poeta latino Ovidio recoge en su brillante libro de Las metamorfosis. Una historia sobre la soberbia de los artistas y el origen de las arañas. Una trama sobre el arte del tejido en la que talento, fama y castigo van inextricablemente hilados.

No conservamos, además, fuentes anteriores a Las metamorfosis que refieran la fabula de Aracne. Por ello, el texto de Ovidio nos va a servir como origen y base para la interpretación de Las hilanderas de Velázquez. Y la verdad es que no podríamos pedir una obra mejor.

Al inicio del Libro VI, el gran poeta latino nos presenta a la protagonista de esta manera:

“Aracne era ilustre no por patria o linaje, sino por arte; […] Frecuentemente iban las ninfas a admirar sus obras, pues era deleite mirarlas no sólo terminadas, sino cuando estaban haciéndose; cuando Aracne ovillaba el material o lo llevaba con sus dedos o tiraba suavemente de los vellones, o cuando hacía girar el huso o cuando bordaba. Quien la viera, sabría al punto que debía su sabiduría a Palas; pero ella negaba esto mismo, y llegaba, en su ignorancia, a desafiar a la diosa a que con ella compitiera.”[1]

Es el retrato de una joven con un extraordinario don para el tejido, gracias al cual se había hecho famosa en todo el reino de Lidia. Una magnifica hilandera que –justamente por ser consciente de su habilidad-  no supo conservar la cordura y rechazó el honor de ser considerada “discípula de Atenea”. Porque Aracne se consideraba incluso mejor que la misma diosa que había inventado el arte textil.

 

La soberbia de una obra de arte

Cuando la osadía de la muchacha llegó a oídos de la divinidad, ésta bajó a la tierra para hacerla entrar en razón. Mas no lo hizo bajo su verdadera forma, sino adoptando un disfraz, como era costumbre entre los Olímpicos. En este caso, ocultándose bajo la apariencia de una frágil anciana que llegó al taller de Aracne profesando admiración por su modo de trabajar.

En el lienzo de Velázquez, esta anciana aparece retratada en primer plano, al lado de una rueca y sosteniendo un huso. Hablando con una de las trabajadoras. Probablemente pidiendo detalles sobre la manera de ser de Aracne. Va vestida de negro y se cubre la cabeza con un pañuelo blanco. Demasiado blanco…Como si quisiera aparentar todavía más edad.

Sólo un pequeño detalle la delata: la pierna que deja entrever entre sus ropajes no es la de una anciana. Brilla con la tremenda fuerza de la juventud eterna. Nadie se percata. La diosa puede continuar con su artificio.

Entre alabanzas, insta a la joven a renunciar a su soberbia. Pero ésta no hace caso. “¿Por qué no se presenta a competir la diosa misma?” pregunta con orgullo. Entonces, Atenea muestra su verdadera cara, haciendo palidecer a todas las demás hilanderas del taller.

Cualquier persona –divina o mortal- que haya oído historias sobre las venganzas de la hija predilecta de Zeus, suplicaría perdón en ese mismo instante. Cualquier otra persona. Porque Aracne sigue estando presa de una fatal confianza en su propio talento.

Mantiene el desafío. Palas acepta. Cada una comienza a crear magníficos tapices acerca de los dioses.

 

Las Hilanderas de Velázquez: un cuadro sobre el arte

Atenea representa su propia victoria sobre Poseidón en su competición por la ciudad de Atenas. Además, deja espacio en las esquinas para incluir –a modo de advertencia- algunas referencias a los castigos que los Olímpicos infligen a los humanos que los hacen enfadar.

Pero Aracne está demasiado concentrada en su trabajo como para percibir esto. Sus manos son puro movimiento. Elabora espléndidas escenas que muestran las repetidas infidelidades de Zeus. Plasma al padre de Atenea metamorfoseándose para tener relaciones extra-conyugales con Europa, Asterie, Leda, Antíope, Alcmena, Dánae y Asopida. Entre otras… El vicio del rey del Olimpo magistralmente tejido para ser mostrado como arte.

Velázquez incluye uno de estos tapices para cerrar el fondo del segundo plano. Reproduce El rapto de Europa pintado por Tiziano para Felipe II y copiado por Rubens durante su viaje a Madrid.

Una obra de arte soberbia. Incluso mejor que la de Atenea. Ante un tribunal justo, Aracne ganaría el concurso. Pero la justicia y las acciones de los dioses rara vez tienen algo que ver.

 

Un fatal desenlace que Aracne teje con sus propias manos

Atenea no puede más. Al arrogante desafío, la muchacha ha sumado una impertinente ofensa, sellando su suerte. Dejemos que Ovidio nos cuente el desenlace:

“Nadie, ni la Envidia ni Palas hubieran podido censurar la obra de Aracne; dolida, la diosa la destruye, y luego golpea en la frente a su autora con la lanzadera de boj. Aracne no lo soporta, y pretende ahorcarse colgándose con un lazo. Palas, apiadada, la levanta, pero, vengativa, la rocía con jugos de hierbas mágicas y la desfigura horriblemente mudándola al cuerpo de una araña, de cuyo vientre nace un hilo con el cual ella sigue haciendo su oficio de tejedora.”[2]

En el segundo plano del cuadro, Velázquez plasma la ira de Atenea. Su gesto amenazante hacia Aracne. El momento justo antes de que ésta quede transformada en un horrendo insecto de cuatro pares de patas. Atrapada para siempre en la misma trama que ella había tejido. Condenada a seguir tejiendo para sobrevivir.

La fábula de Aracne nos cuenta el origen de la primera araña. Nos advierte acerca de los peligros de la soberbia. Nos reclama reflexionar sobre la creación y su mensaje. Sobre el original y la copia. Sobre nada menos que la naturaleza del arte. Demostrándonos –al mismo tiempo- que la labor de las hilanderas lo era.

 

[1] Publio Ovidio Nasón (8 d.C.) Las metamorfosis, trad. Ana Pérez Vega, Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2002, “Libro VI”, vv. 7-25.

[2] Idem, vv. 129-145.

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies. ACEPTAR

Aviso de cookies

Pin It on Pinterest

Share This