Para todo aquel que haya dibujado a la acuarela, hay una máxima oculta que no tiene que ver con la técnica, ni con el pincel húmedo, ni con el papel empapado, ni seco, ni salpicado, ni con las reservas de espacio para que no se manchen con colores oscuros, ni con la transparencia del color, ni con las veladuras, ni con el desbaste, ni con el recorte de pincelada, ni con arañar la pintura, ni con la goma arábiga, ni la sal, ni el dripping, ni soplar la pintura, ni con las repulsiones de grasa.

Turner lo sabía perfectamente, conocía la técnica y todos sus secretos, pero sabía que eso no era suficiente. Sabía que la acuarela exige algo más, mucho más. Y precisamente ese “mucho más” es apenas un instante, a veces una décima de segundo eterna. Sabía que la acuarela permite reflejar la esencia de una representación. La esencia, el espíritu. Turner lo sabía y durante muchos años no permitió que nadie le viera pintar.

El genio o el loco?

Encerrado en su mundo, huraño, oscuro, arisco, donde no había hueco para las relaciones personales, tomado por loco y tomado por genio. Sin facilidad de palabra solo sus toses y exabruptos eran suficientes para callar a un auditorio. Duro como una roca, inquebrantable, necesitó un seudónimo para alejarse de sí mismo. Pero nunca se abandonó, se retiraba por oleadas, pero volvía  a su ser arrastrado por la marea de la creatividad que no permite treguas demasiado prolongadas.

Sin embargo sus acuarelas sabían hablar por él, sabían respirar, llorar, emocionar, doler, inquietar…

Barco Ardiendo 1826

Cada vez que el agua empapa el papel el pigmento se vuelve incontrolable, viaja de un lado a otro, se mezcla con otros pigmentos, se convierte en una tormenta de colores, de tonalidades. Turner iba muy rápido sabía controlar aquel maremoto, sus pinceles le guiaban, su cerebro se anticipaba al desbaste de la acuarela, sus gruñidos eran la confirmación de que todo iba bien.

Viviendo un cuadro…

Aquella tormenta fue una bendición. Mereció la pena que le ataran al mástil. Se jugó la vida ante el asombro de los pescadores. Le tomaron por loco pero aquellas cuatro horas a merced de la tempestad, sujetado a la cintura para poder sostenerse en pie y con las manos libres para poder dibujar aquel momento, dieron su fruto: “merece la pena sobrevivir para poder dibujarlo”.

Aquello dio lugar a un cuadro “Tormenta de nieve”, no es necesario saber leer, ni escribir, ni ser un experto en arte, ni tan siquiera pensar, para experimentar aquel momento a la deriva de Turner, donde más seguro se encontraba, cuando todo está fuera de control. En los momentos en los que no hay que dar explicaciones porque la urgencia es el método y la experiencia el resultado. Turner se encontraba a gusto así, en las zonas no convencionales.

Tormenta de nieve – un vapor antes de entrar al puerto
Expuesto en la academia en 1842

Ahora se encuentra en la azotea de su casa en Chelsea, tapado con una manta, su respiración de jabalí demuestra que sus gruñidos de control ahora son lamentos al final de la batalla. Se acuerda de su hermana muerta, de su madre enloquecida, de su padre que fue su amigo, su confidente, su asistente y de Sophia Boot, la única que consiguió que sus bufidos se dulcificasen.

La mirada…

Mira el amanecer como si fuera el último, en esto no ha cambiado, siempre lo vio así disfrutando de cada matiz del color como si no  volviera a verlo más. Las cataratas, la diabetes, el alcoholismo y los efectos tóxicos del plomo de sus pinturas le acercan más al final pero aquella luz del sol creciente le estremece como si fuera el primer rayo o como si fuera el último. Como si fuera aquella décima de segundo siempre eterna.

Vista hacia el oriente desde la Giudecca en la madrugada. 1819

 

 

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